Después del funeral de mi hijo, no le conté a mi nuera sobre la segunda casa que él me dejó. Y me…

Después del funeral de mi hijo. Nunca mencioné la segunda casa, ni los 33 millones de pesos que él me dejó. Una semana después, mi nuera me dijo Prepara tus cosas. La casa ya se vendió. Yo sonreí. Ya estaba preparada desde antes. Pero no eran mis cosas. Me quedé ahí, frente al ataúd de madera brillante de Alejandro, mi hijo, con el corazón hecho pedazos.

La multitud pasaba en silencio, con leves inclinaciones de cabeza, con susurros de pésame. Todo deslizándose como una ráfaga de aire frío. Alejandro, mi niño, el que hasta hace poco reía, hablaba, me abrazaba fuerte cada vez que venía de visita. Ahora yacía inmóvil. Ese cáncer maldito se lo había llevado. Después de meses de lucha incansable, miré su rostro bondadoso en la foto sobre el ataúd y sus ojos parecían todavía buscar los míos, como si quisiera decir algo, pero lo único que quedaba era el silencio que me aplastaba el pecho.

A un lado, Isa, mi nuera, abrazaba con fuerza a Valeria. Mi nieta Isa lloraba desconsolada, sus hombros sacudidos por los sollozos. De ahora en adelante sólo nos tenemos la una a la otra, repetía una y otra vez con voz entrecortada. La observé conmovida y confundida a la vez. Isa siempre fue fuerte, aguda, pero hoy parecía a punto de quebrarse. Valeria estaba callada, los ojos enrojecidos, aferrando el celular como si fuera lo único que la mantenía en pie.

Yo quería extender mis brazos y abrazarlas a las dos, decirles que aún estaba aquí, que saldríamos adelante juntas. Pero la garganta se me cerró y no pude pronunciar palabra. La señora López, mi vecina de tantos años, se acercó y puso su mano arrugada en mi hombro. Isa es muy fuerte murmuró con voz compasiva. Su hijo estará en paz al verla así. Asentí levemente, obligándome a esbozar una sonrisa, aunque por dentro estaba vacía. En paz. Alejandro no lo sabía.

Mi hijo se fue demasiado pronto, dejándome un vacío imposible de llenar. Cuando la gente empezó a retirarse, la funeraria quedó más silenciosa. Isa se acercó y tomó mi mano. Estaba helada, pero sus ojos tenían firmeza. Mamá dijo con voz ronca. Esta casa es demasiado grande y costosa. Creo que debemos venderla. Yo aún no respondía cuando continuó con la rapidez de quien ya lo tiene decidido. Con el dinero podemos mudarnos a un lugar más pequeño. Y también para pagar la Universidad de Valeria.

Alejandro ya no está. No podemos seguir costeando esta casa. Sus palabras me atravesaron como un cuchillo. No por la idea de vender, sino por el modo en que las dijo tajante, como si todo estuviera resuelto sin consultarme. Miré a Valeria esperando que interviniera, pero sólo bajó la cabeza, deslizando los dedos por la pantalla del teléfono, con los labios apretados. Puse mi mano sobre el hombro de Isa y asentí, no por estar de acuerdo, sino porque no quería discutir en un día en el que mi alma se desmoronaba por la pérdida de mi hijo.

El padre apareció con voz grave. Pidió a todos prepararse para el último rito. Me hice a un lado, evitando el gentío que se arremolinaba. De pronto, un asistente me empujó sin querer y casi caigo. En ese instante escuché la voz de Isa, apenas distinguible entre el murmullo. Se inclinó hacia alguien conocido y susurró. Después del funeral tendré que encargarme de los bienes. ¡Qué fastidio! Me quedé helada. Sentí que el corazón se me detenía. Molestia. El patrimonio de Alejandro de nuestra familia era una molestia para ella.

Me repetía a mí misma que había oído mal, que el ruido me había hecho entender otra cosa. Pero esas palabras seguían dando vueltas en mi cabeza, como una herida que no dejaba de sangrar. Quise acercarme a preguntar, pero mis piernas parecían clavadas al piso. Sólo me quedé allí, mirando a Isa. Seguir conversando. Su rostro aún cubierto de tristeza, como si nada hubiera pasado. El funeral terminó y yo regresé a la casa. Ahora sólo mía. La sala tan grande y que antes estaba llena de las risas de Alejandro, se sentía helada.

Me senté en el viejo sillón donde él solía tirarse a ver la tele y la sensación de vacío me envolvió por completo. Las fotos familiares en el estante de madera, las cosas que Alejandro había dejado, todo parecía recordarme que mi hijo se había ido de verdad. Me tapé la cara con las manos y las lágrimas me brotaron sin control. No sólo había perdido a Alejandro, también había perdido esa sensación de seguridad de familia que había construido durante tantos años.

Esa noche sonó el timbre. Me sequé rápido las lágrimas, abrí la puerta y vi a Isa y Valeria paradas allí con las manos llenas de maletas. Isa me miró. Sus ojos se suavizaron. Mamá no debería quedarse aquí sola. Es muy peligroso. Me dijo con voz preocupada. Pensé que lo mejor es que nos quedemos con usted. El departamento que estábamos rentando ya lo traspasé a otra persona. Me quedé sorprendida, pero no me negué. Asentí. Fui por más cobijas y almohadas y les acomodé un lugar para dormir dentro de mí.

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