Roberto me miró incrédulo.
—¿Seguiste pagando durante años?
—Sí. Y hoy… aún me queda parte. —Empujé la caja hacia él—. El secreto no era solo lo que hiciste tú… sino lo que hice yo para mantener a salvo a mi hijo, aunque él nunca lo supo.
Roberto se pasó una mano por la cara.
—Si Mateo se entera de esto… de que te sacrificaste sola durante años… se va a derrumbar.
—Quizás —respondí—. Pero también debe saber quién soy. No la carga que él cree, sino la madre que luchó para que nunca terminara como su padre.
Esa noche, llamé a Mateo. Le pedí que viniera a casa. Llegó una hora después, incómodo, quizá temiendo un reclamo. Roberto se mantuvo en la cocina, dándome espacio.
Mateo se sentó frente a mí.
—Mamá… lo del coche… yo…
Levanté la mano.
—Antes de que digas nada, necesito contarte algo. Algo que debiste saber hace mucho tiempo.
Le hablé de su padre, de los hombres, del dinero, del peligro. No omití nada. Observé cómo su expresión pasaba de enojo a incredulidad, luego a miedo, y finalmente a un dolor profundo.
Cuando terminé, estuvo un largo rato sin hablar.
—Mamá… —su voz se quebró—. ¿Por qué nunca me dijiste nada?
—Porque eras un niño. Y después… eras un hombre que merecía vivir sin esa sombra.