Mateo se puso de pie, temblando.
—Te abandoné hoy… sin saber que tú siempre estuviste luchando por mí.
—Hijo —susurré—, yo no te culpo. Pero ahora sabes la verdad.
Mateo cayó de rodillas y me abrazó como cuando era pequeño. Lloró en mi regazo, pidiéndome perdón una y otra vez. Yo no lloré. Ya no quedaban lágrimas en mí.
Roberto entró en silencio. Mateo lo miró confundido.
—Él también te protegió —dije.
Mateo le dio las gracias entre sollozos.
Por primera vez en años, la verdad nos liberó. Y aunque el futuro era incierto, ya no estaba sola.
Y, al menos por esa noche, mi hijo tampoco.