Abrí un cajón del mueble del salón y saqué una pequeña caja de metal. Tenía el cierre oxidado. La coloqué sobre la mesa. Roberto esperó mientras respiraba hondo.
—Después del incidente con mi marido… cuando creí que todo iba a desmoronarse… —comencé— los hombres a los que él debía dinero siguieron buscándonos. No les bastó con su hospitalización ni con tu intervención. Querían recuperar cada centavo.
Roberto frunció el ceño.
—¿Por qué no me lo dijiste? Yo habría…
Negué con la cabeza.
—No podías arriesgar más tu carrera. Ya habías hecho demasiado. Además… ya había una amenaza más directa.
Me senté frente a él. Las palabras que llevaba reteniendo años descendieron como piedras.
—Una noche, cuando Mateo tenía apenas 15 años, dos de esos hombres entraron a nuestra casa. Yo estaba sola con él. Dijeron que si no pagábamos, se llevarían al chico. No para matarlo… sino para obligarlo a trabajar para ellos. Lo vi en sus ojos: hablaban en serio.
Roberto apretó los puños.
—¿Qué hiciste?
—Pagué —respondí.
—¿Con qué dinero? Tu marido no tenía nada.
Abrí la caja. Dentro había fajos de billetes envueltos en papel viejo.
—Con este.
Roberto se quedó helado.
—¿De dónde salió?
—Tu marido tenía dinero escondido. Parte del que había tomado ilegalmente. Nunca se lo dije a nadie. Ni siquiera cuando lo llevaste detenido al hospital aquella noche. Guardé este dinero para proteger a Mateo. Lo usé para pagar a esos hombres y prometí darles el resto en cuotas.