—¿Qué pasó? —preguntó sin rodeos.
Me senté frente a él.
—Mi hijo me abandonó. Dice que no puede ocuparse de mí.
Roberto exhaló lentamente.
—Y por eso me llamas a mí. ¿Después de todo lo que pasó?
—Porque tú eres el único que sabe la verdad —respondí.
La “verdad”. Esa palabra lo tensó. Bajó la mirada hacia la mesa.
—Creí que quedamos en que ese capítulo estaba cerrado —dijo.
Pero ese capítulo nunca estuvo cerrado. No desde aquella noche, hace 21 años, cuando descubrí que mi marido —el hombre que ahora yacía bajo tierra— estaba involucrado en negocios turbios: préstamos ilegales, amenazas, deudas ocultas. Y Roberto… Roberto era el policía encargado de investigarlo.
El secreto no era que mi marido fuera un delincuente. El secreto era lo que yo había hecho para proteger a Mateo.
Aquella noche, mi marido llegó borracho y violento. Había perdido dinero, mucho, y los hombres a los que se lo debía venían a por él. Yo sabía que si lo arrestaban, arrastraría con él a nuestra familia. Pero también sabía que si esos hombres llegaban antes, no solo él estaría en peligro.
Llamé a Roberto en secreto, dándole la ubicación de mi marido y pidiéndole que interviniera “sin que Mateo supiera nada”. Roberto cumplió… y aquella intervención terminó con un forcejeo, un arma disparada accidentalmente y mi marido herido de gravedad. Vivió, pero nunca volvió a ser igual. Roberto arriesgó su carrera por mí, falsificando informes para que no pareciera un uso excesivo de la fuerza.