La llamada conectó.
—¿Sí? —respondió una voz grave, conocida, pero también distante.
Respiré hondo.
—Soy yo. Necesito tu ayuda. Es hora.
El silencio del otro lado me confirmó que mi vida estaba a punto de cambiar para siempre.
→ Continuará en la Parte 2.
Cuando la voz al otro lado de la línea respondió de nuevo, sentí cómo dos décadas de estabilidad fingida comenzaban a agrietarse.
—No pensé que volverías a llamar, Elena —dijo Roberto, con un tono que mezclaba sorpresa y advertencia.
—Yo tampoco —respondí—. Pero no tengo elección.
Nos citamos en un café cercano al centro del pueblo. Caminar hasta allí me tomó más de una hora; a mis 63 años, mis piernas ya no eran las mismas, pero la determinación me sostuvo. Mientras avanzaba, repasé mentalmente el origen de aquel secreto, uno que había comenzado mucho antes de que Mateo naciera.
Cuando llegué, Roberto ya estaba sentado. Había envejecido: arrugas profundas, cabello más blanco que gris, pero sus ojos seguían siendo los mismos de siempre. Los de un hombre que vio demasiado.