—Hijo, solo necesito unos días… —intenté.
—No, mamá —interrumpió—. Es mejor así. Vas a estar bien. Siempre te las arreglaste.
Me quedé en silencio. No porque no tuviera palabras, sino porque él no conocía el secreto que había guardado durante más de veinte años, un secreto que jamás imaginé que tendría que revelar… pero que ahora se volvía inevitable.
Salí del coche con una lentitud casi dolorosa. Mateo cerró la puerta sin mirarme a los ojos. Antes de arrancar, dijo:
—Perdóname.
Y se fue.
Me quedé sola junto al camino polvoriento. No lloré. Los años me habían dado una resistencia que Mateo nunca sospechó. Caminé hacia el almacén abandonado, donde sabía que había señal de teléfono. Tenía a alguien a quien llamar. Alguien que creía no volvería a necesitar. Alguien ligado a ese secreto.
Mientras marcaba el número que había memorizado desde hacía décadas, pensé:
“Si mi propio hijo me deja atrás… entonces ya no tengo nada que perder.”