El día del entierro de mi marido, el cielo estaba gris, pero no más que el peso que llevaba en el pecho. Tras horas de saludos incómodos, pésames mecánicos y abrazos que no sentía, mi hijo Mateo insistió en llevarme a casa. O al menos eso pensé. Apenas pronunció palabra durante el trayecto, con las manos tensas alrededor del volante. Yo, perdida en mis recuerdos, casi no noté cuando dejó de seguir el camino habitual hacia mi barrio.
El coche se detuvo en un camino de tierra, a las afueras del pueblo. Era un sitio vacío, salvo por un viejo almacén abandonado y algunos árboles torcidos por el viento. Mateo inhaló profundamente antes de hablar.
—Este es el lugar donde tienes que bajarte, mamá.
Tardé en procesar lo que decía.
—¿Qué… qué quieres decir? —pregunté, sintiendo cómo el aire se volvía denso.
No me miró.
—Ya no podemos hacerme cargo de ti. Ana, mi nuera, y él habían “estado hablando”. Tenían a los niños, deudas, trabajos inestables. “No podemos mantenerte, no ahora. Es demasiado”, murmuró como si estuviera justificándose ante sí mismo.
Lo observé, intentando reconocer al niño que había criado, al muchacho que me buscaba cuando tenía miedo a la oscuridad, al adolescente que me pedía consejo antes de cada decisión. Pero solo vi un hombre agotado que quería quitarse un peso de encima.