—Acabo de dar a luz, mis hormonas están cambiando… yo he tratado de cuidarme.
Él me interrumpió con fastidio:
—No inventes excusas. Ya bastante estrés tengo en el trabajo, y cuando llego a casa me invade ese olor. ¿Qué clase de esposa eres?
Esa noche dormí en el sillón, con mi bebé en brazos y la almohada empapada en lágrimas. Desde entonces, Rodrigo empezó a salir temprano de casa y regresar tarde. Sospeché algo, pero guardé silencio.
Mi madre, Doña Teresa, viajó desde Puebla para visitar a su nieto. Me vio cansada y me preguntó qué ocurría. Al escuchar todo, no se enojó; simplemente me acarició el hombro y dijo:
—Tranquila, hija. Muchos hombres no entienden lo difícil que es el posparto. No discutas. Deja que él solo se dé cuenta.
Me callé, pero los problemas crecieron. Una vez, frente a unos amigos en casa, Rodrigo soltó de repente:
—Daniela ahora parece una sirvienta vieja; apesta, no soporto estar cerca de ella.
Las risas estallaron. Yo quería desaparecer de la vergüenza, pero por mi hijo, me contuve.
Hasta que una noche volvió tarde, respirando agitado, y me gritó:
—Mírate: gorda, pestilente. Casarme contigo fue el peor error de mi vida.
Las lágrimas me cegaron. Recordé las palabras de mi madre: “No le respondas con palabras. Respóndele con tus actos.”
A la mañana siguiente abrí un cajón y saqué una caja: dentro guardaba las cartas que Rodrigo me escribió cuando éramos novios. En una de ellas decía: “Pase lo que pase contigo, siempre te amaré y te protegeré”. Fotocopié todas y las encuaderné. Escribí una carta más: relatando mi embarazo—el dolor de espalda, la hinchazón, las estrías—y la noche del parto en el Hospital General, cada contracción, cada lágrima. También describí la humillación de ser expulsada al sillón por mi propio esposo.
Al lado puse una USB con un video grabado en el hospital: yo retorciéndome de dolor, llorando y llamando a Rodrigo por su nombre, rezando por su bienestar. Y escribí una línea:
“Esta es la misma mujer ‘apestosa’ a la que juraste amar.”
Esa noche Rodrigo llegó, abrió la carta, conectó la USB al televisor y vio la grabación. Yo permanecí en silencio, en un rincón. Él se desplomó, cubriéndose el rostro, llorando. Después se arrodilló ante mí:
—Me equivoqué, Daniela. No tengo idea de lo que has soportado. He sido un mal esposo.
No lo perdoné de inmediato:
—¿Crees que yo quiero este cuerpo? Yo traje a tu hijo al mundo. Me humillaste frente a todos. Si no cambias, me voy. Yo merezco respeto.
Él me abrazó y pidió perdón una y otra vez. Pero yo sabía que la herida no sanaría fácilmente.
Entonces mi madre reveló un secreto: me había llevado en silencio al área de endocrinología del hospital. El diagnóstico: tiroiditis posparto—raro pero tratable. Con medicación y controles médicos, en un mes mi salud y mi olor corporal mejoraron.
Publiqué en Facebook una larga carta: cómo fui humillada, enviada al sillón, y cómo respondí con cartas y un video. Escribí:
“Las mujeres posparto no somos basura. El olor, el peso, son parte de dar vida—no excusas para humillar. Si sufres insultos, no calles. Deja que tus acciones hablen por ti.”