Después de cinco años fuera, regresé de Nueva York para sorprender a mi hija… pero en el momento en que la encontré arrodillada en el suelo de la cocina de mi casa en Los Ángeles, mientras mi suegra decía “simplemente es buena limpiando”, todo cambió, y lo que hice después dejó a toda la familia sin palabras.

Entramos. Ella eligió la misma mesa de siempre, como si su memoria hubiese quedado suspendida cinco años atrás. Pedimos chocolate caliente, y cuando el camarero se alejó, Lucía jugó con la cucharita sin mirarme.

—Papá… —murmuró—. ¿Me odiaste porque me fui contigo al aeropuerto aquella vez?

Me quedé helado. Ese recuerdo… la última vez que la abracé antes de mudarme. Ella tenía seis años y no entendía por qué yo no podía llevarla conmigo.

—Lucía, nunca te he odiado. Ni un segundo. Me dolió dejarte más que cualquier otra cosa en el mundo.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—La abuela dice que tú preferiste tu trabajo a mí.

Apreté los dientes. No quería que ella creciera con esa versión torcida de la historia.

—No es cierto —dije con calma—. Me fui porque pensé que así podría asegurar un futuro mejor. Pero ahora veo que también debía haber luchado por estar más cerca de ti.

Ella respiró hondo.

—¿Y ahora qué va a pasar?

Esa era la pregunta que también me hacía a mí mismo. Así que decidí ser completamente honesto.

—Lo primero es que vas a estar conmigo unos días, hasta que tu madre y yo hablemos bien. Y lo segundo… —tomé aire— es que no voy a volver a Nueva York. Ya lo decidí.

Ella levantó la cabeza de golpe.

—¿De verdad? ¿Te quedas?

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