Rosa quedó inmóvil, sorprendida por la falta de apoyo.
Elena me miró luego a mí.
—Miguel, sé que tu marcha nos afectó. Sé que Lucía te extrañó todos estos años… pero yo también he hecho lo que he podido. Y si la niña está sufriendo por culpa de este ambiente, no puedo seguir ignorándolo. Me acerqué un paso.
—No estoy aquí para juzgarte, Elena. Solo quiero lo mejor para nuestra hija. Y tú lo sabes.Hubo un silencio largo. Luego, Elena dijo:
—Llévala contigo unos días. Necesito pensar… y necesito hablar con mi madre sin que Lucía esté presente. Rosa abrió la boca para protestar, pero Elena fue más rápida:
—No. Ni una palabra.
Lucía apretó mi mano, y por primera vez en mucho tiempo, sentí que la familia no estaba rota… solo necesitaba una nueva forma de reconstruirse. Cuando salimos por la puerta, Lucía me miró y sonrió tímidamente.
—Papá… ¿te vas a quedar esta vez?
La abracé con fuerza.
—Sí, hija. Esta vez sí.
Y mientras caminábamos hacia el coche, supe que esta historia apenas comenzaba.
Con Lucía sentada en el asiento trasero, miraba por la ventana con una mezcla de alivio y confusión. Yo conducía sin rumbo fijo, solo para darle espacio a respirar lejos de la tensión de aquella casa. Finalmente, me detuve frente a un pequeño café donde solíamos ir cuando ella era pequeña.