Decidimos divorciarnos después de 10 años de matrimonio sin poder tener hijos; el día de la audiencia, mi esposa no lloró, no discutió, solo dijo exactamente 5 palabras que me pusieron la piel de gallina.

—Tal vez… deberíamos parar aquí.

Sentí como si me clavara un cuchillo en el pecho. Ella guardó silencio un largo rato, luego asintió. No lloró, solo suspiró:

—Estoy demasiado cansada.

Después de esa noche, vivimos en la misma casa como dos extraños. Cada uno guardó los recuerdos de nuestros 10 años juntos en un rincón de la memoria. Ella se fue a vivir temporalmente con su madre, mientras yo deambulaba entre nuestras cosas viejas, mirando fotos de la boda o deslizando en el teléfono las imágenes de ella.

El día de la audiencia, me preparé: firmar rápido, irme y no mirar atrás. Temía que, si lo hacía, me ablandaría. Ella llegó, aún delgada y pálida, pero vestida con esmero. Su mirada era extraña: sin reproches ni enojo, como si escondiera algo.

El juez pidió que ambas partes confirmaran el divorcio. La miré, dispuesto a pedirle perdón, pero antes de que pudiera hablar, ella se acercó y me abrazó con fuerza. En ese instante, se inclinó hacia mi oído y susurró exactamente cinco palabras:

—Estoy embarazada de ti.

Me quedé helado. Los oídos me zumbaban, los ojos se me humedecieron y el corazón me latía con tanta fuerza que me costaba respirar. En un segundo, regresaron todas las imágenes de esos 10 años: las madrugadas llevándola al hospital, las noches mirando en silencio una prueba de embarazo con una sola raya, las veces que giraba el rostro para ocultar las lágrimas cuando alguien mostraba una ecografía…

—¿Qué… qué dijiste? —pregunté con un hilo de voz.

Ella me soltó, los ojos rojos pero con una ligera sonrisa:

Leave a Comment