Durante 10 años, nunca dejamos de tener esperanza… aunque a veces era tan pequeña que ni nosotros mismos la notábamos.
Aquel día llegué tarde del trabajo y encontré a mi esposa sentada en el sofá, con los ojos hinchados. Sobre la mesa estaba el resultado de nuestro cuarto intento fallido de FIV. En un instante me di cuenta de que ella estaba agotada. Se veía más delgada, frágil… y como si hubiera perdido toda la luz en la mirada.
Éramos una pareja muy admirada en nuestro círculo. Nos enamoramos en la universidad, pasamos por muchas pruebas y finalmente nos casamos. Pensamos que, después de la boda, la felicidad sería completa con la llegada de un hijo, pero el destino no quiso que fuera así.
Durante 10 años, nos hundimos en la difícil travesía de tratar la infertilidad. Quien no lo ha vivido no puede imaginar el cansancio, la frustración y la sensación de sentirse menos. Gastamos prácticamente todos nuestros ahorros en consultas, tratamientos y, finalmente, en varios intentos de FIV. Cada vez que fracasábamos, ella lloraba hasta no poder más, y yo solo podía quedarme a su lado, sin palabras que aliviaran su dolor.
Lo más difícil era enfrentar las miradas de los demás: compasivas, curiosas… y luego las murmuraciones. Mis padres llegaron a insinuar: “¿Por qué no piensas en otra opción…?”, pero yo rechazaba la idea. Entendía su dolor y no quería que ella sintiera más presión. Y, sin embargo, fui yo quien abrió la conversación sobre el divorcio.
Aquel día, me senté junto a ella, le tomé la mano y, con voz temblorosa, dije: