—No, niño. No me duelen. No siento nada. Ese es el problema. Nunca más voy a caminar. Estoy roto.
El niño ladeó la cabeza.
—Mi mamá dice que para Dios no hay nada roto que no se pueda arreglar.
Fernando sintió una punzada de ira. Odiaba esa falsa esperanza religiosa.
—Pues tu Dios se olvidó de mí, chico. He gastado millones. He visto a los mejores científicos del mundo. Nadie puede hacer nada.
Fernando miró al niño a los ojos, desafiante.
—Te propongo un trato, enano. Si tú logras lo que ellos no pudieron… si tú me curas… te doy mi fortuna. Te doy esta casa, mis coches, todo. Te lo firmo ahora mismo. Pero si no, déjame solo con mi miseria.
Era una frase dicha desde el sarcasmo, desde el dolor. Pero Sergio se la tomó en serio.
El niño se arrodilló en el pasto. Sin pedir permiso, puso su mano pequeña y sucia de tierra sobre la rodilla inmóvil de Fernando, sobre el pantalón de tela italiana.
—¿Puedo orar por usted, patrón? —preguntó.
Fernando iba a quitarle la mano de un manotazo. Iba a gritarle. Pero algo en la mirada café y profunda del niño lo detuvo. Estaba tan cansado de luchar…
—Haz lo que quieras —susurró Fernando, cerrando los ojos.