Fernando Vargas lo tenía todo. O al menos, eso decían las revistas de negocios.
A sus 32 años, era el dueño de un imperio inmobiliario en la Ciudad de México. Tenía edificios en Reforma, plazas comerciales en Guadalajara y cuentas bancarias en Suiza. Pero Fernando daría cada centavo, cada edificio y cada coche de lujo, por una sola cosa:
Poder sentir sus pies sobre el pasto.
Hacía dos años, un accidente en su auto deportivo lo había dejado paralizado de la cintura para abajo. “Lesión medular completa”, dijeron los mejores neurocirujanos de Houston. “Irreversible”, confirmaron los especialistas en Alemania.
Fernando se volvió un hombre amargado. Se encerró en su mansión de Lomas de Chapultepec, una jaula de oro y mármol. Despidió a sus amigos, alejó a su familia y se hundió en la oscuridad. Su dinero podía comprar hospitales, pero no podía comprar un milagro.
Aquella tarde de jueves, el dolor del alma era insoportable.
Fernando rodó su silla de ruedas eléctrica hasta el rincón más alejado del jardín, bajo la sombra de un viejo ahuehuete.
Ahí, donde nadie lo veía, el “Gran Tiburón de los Negocios” se rompió.