“Podemos intentarlo de nuevo”, supliqué.
Negó con la cabeza suavemente:
“Esperé mucho tiempo, Santiago. Pensé que con amarte lo suficiente sería suficiente… pero me estoy perdiendo”.
Firmé los papeles una tarde gris. No hubo lágrimas, pero sí un vacío que me atormentó durante meses.
Un jueves por la tarde recibí un mensaje suyo:
“¿Estás libre este domingo? Quiero darte una invitación”.
No tuve que abrir el sobre para saber qué era.
Apenas dormí tres horas esa noche.
El domingo, fui en coche a una elegante hacienda en Puebla. Me senté en una mesa del fondo, sin querer ver ni que me vieran.
Hasta que apareció.
Mariana, con un vestido blanco resplandeciente, sonriendo como no le había visto en años.
Me ardía el pecho.