Mi trabajo en el sector inmobiliario en la Ciudad de México era una presión constante. Siempre tenía la excusa perfecta:
“Estoy ocupada… es por nuestro futuro”.
Y mientras lo decía, Mariana se sentaba frente a mí, esperando una mirada, una palabra, cualquier cosa.
Pero yo siempre estaba pegada a mi teléfono, a mi portátil… o al silencio.
Con el tiempo, dejé de saber si estaba triste o feliz.
No peleábamos.
Y ese fue mi error: confundir el silencio con la paz.
Una noche, Mariana dijo sin rodeos:
“Quiero el divorcio”.
Me quedé paralizada.