“CUANDO YO CREZCA, VOY A SER TU ESPOSA” Y ÉL SE RIÓ DE MI PROMESA. PERO A LOS 21, VOLVÍ POR ÉL.

Dio un paso al frente, sus botas resonando sobre la madera como martillo sobre clavo. Dime, Mendoza. ¿Cuánto va a tardar en darse cuenta de que una promesa de niña no retiene a un hombre hecho y derecho? Ya perdiste una prometida, ¿recuerdas? Esta también se va a ir más temprano que tarde. Las risas que siguieron fueron secas, incómodas. Algunos se taparon la boca, otros desviaron la mirada. Nadie dijo nada.

El nombre de la exnovia de Joaquín aún susurraba por los rincones y Silvio sabía usarlo como cuchillo. Vi la mano de Joaquín cerrarse en un puño sobre la mesa. El pecho se le hinchó, la mandíbula tensa, pero antes de que se moviera, fui yo quien se levantó. Mis botas sonaron firmes en el piso. Caminé hasta el centro del salón con el corazón a mil, pero el mentón firme y la espalda recta.

Las carcajadas se cortaron de golpe. Mi voz salió clara, limpia como agua sobre piedra. Tenía 9 años cuando hice esa promesa. Hoy soy una mujer y sigo eligiendo a este hombre. Un silencio denso cayó sobre el salón como un velo de piedra. Recorrí los rostros a mi alrededor uno por uno. Joaquín Mendoza sigue siendo lo que quiero.

Lo afirmé ante todos, aunque mis mejillas delataran la timidez de decir algo tan íntimo en voz alta. Pero no podía quedarme quieta viendo como ese hombre era humillado. Sé lo que siento y no le debo explicaciones a nadie. No voy a bajar la cabeza. Las expresiones burlonas desaparecieron. Algunos bajaron la mirada, otros asintieron despacio, como quien reconoce un coraje que le falta.

Joaquín, aunque no respondió con palabras, se acercó en silencio y se paró detrás de mí, su sombra larga proyectándose sobre el salón. Sus ojos se fijaron en Silvio y bastó con eso. No hizo falta decir más. El mensaje estaba dado. Silvio frunció el seño, pero la altivez ya no estaba. El violín volvió a sonar, tímido al principio y luego los pares retomaron el baile, pasos cautelosos al inicio, después más firmes, como si la música limpiara lo que se había dicho. Volví al asiento junto a Joaquín.

Él me miró desde arriba, el rostro aún serio, pero en los ojos había algo nuevo, un brillo que nunca antes había visto, orgullo. Cuando volvimos a casa, Joaquín y yo no hablamos durante todo el camino. Entré a la casa mientras él cuidaba de los caballos. Antes de acostarme, lo vi en la galería.

Una lámpara arrojaba su luz temblorosa sobre las tablas gastadas. Joaquín estaba sentado en las escaleras, su cuerpo ancho envuelto en penumbra. Aquella escena solitaria me conmovió. Bajé y me senté a su lado, las manos cruzadas sobre el regazo, medio rostro en sombra. Solo se oían los grillos y el crujido lento de la madera bajo su peso.

Miré hacia el horizonte, donde los álamos recortaban el cielo estrellado. Mi voz salió baja, casi un secreto. Cuando era niña, imaginaba San Jacinto diferente, más lleno de vida, y siempre soñaba contigo caminando por las calles. Él giró el rostro y sus ojos castaños se encontraron con los míos. Sonreí apenas.

Nunca olvidé aquel día en que siendo tan chica, sentí el peso de tu soledad, aunque con una dignidad que pocos hombres se atreverían a cargar. Te vi como una fortaleza. Y mientras otras niñas jugaban, yo crecí idealizando cómo sería construir una vida junto a alguien como tú.

Se inclinó hacia delante, los antebrazos apoyados en las rodillas, las manos grandes colgando entre ellas. Dolores. Nunca tomé en serio aquellas palabras. Era la promesa de una niña, aunque de algún modo se me quedó dentro. Hubo noches en que esta casa era demasiado silencio y me acordaba. Esa promesa, en verdad, me hacía pensar en cómo sería tener una familia.

El aire entre nosotros pesaba como si hasta el viento se hubiera detenido para escuchar. La llama de la lámpara temblaba lanzando sombras sobre las paredes. Entonces, quizá no era una tontería de niña, Joaquín. Él suspiró largo bajando la mirada al suelo. Viví solo demasiado tiempo. Tengo brazos fuertes, hombros firmes, pero no la fuerza suficiente para creer que podría ser un buen compañero, que soy digno de tu promesa. Extendí los dedos y toqué con suavidad el brazo de la silla donde se apoyaba. Mi voz salió en susurro.

Lo mereces. Él no se movió. Seguía mirando al campo vacío, pero sentí que el aire cambiaba. La noche ya no parecía tan vacía. Había algo nuevo entre nosotros. Después de un instante, incliné la cabeza y pregunté, “¿Y tú con qué sueñas, Joaquín? Cuando el trabajo termina, cuando cae la noche, ¿qué hay en tus sueños?” Tardó en responder.

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