Su mirada vaciló y vi en sus ojos el recuerdo. Respiró hondo y por un instante la dureza de su rostro se quebró. Tantos años, murmuró. Pensé que no volvería a verla. Di un paso más, pero antes de que pudiera responder, dos mujeres que pasaban comentaron en voz alta. Lo justo para que escucháramos es ella, la niña de la promesa. Volvió de verdad.
La sangre me subió a las mejillas, pero mantuve el mentón en alto. Los ojos de Joaquín seguían fijos en mí, serios, atentos, pero el murmullo alrededor pesaba más que nuestras palabras. Entonces respiré hondo, acomodé el sombrero y me despedí, diciendo que aún debía pasar por la posada a ver qué encontraba. Seguí por la calle principal, dejando atrás las miradas curiosas. Fui hasta la pensión.
Las ventanas estaban cerradas, la puerta con llave y un cartel escrito con tisa avisaba. Cerrado por reformas. Me quedé parada en la calle sin saber a dónde ir. Respiré hondo y tomé el camino de regreso. Cada paso hacia el rancho de Joaquín parecía más pesado que el anterior. La casa de mi familia ya no era opción. La posada estaba cerrada.
O pedía refugio o dormiría bajo las estrellas. Él me vio llegar, la mirada firme y tranquila, como si ya supiera. No tiene dónde quedarse, ¿verdad?, dijo sin rodeos. Tragué saliva, pero no lo oculté. No lo admití, un poco tensa. Asintió despacio, como si la respuesta fuera natural. La casa es demasiado grande para mí, dijo al fin. Puede ocupar el cuarto del piso de arriba.
No hubo ternura adornada en su tono, solo una oferta simple, casi práctica. Aún así, sentí el peso de la decisión. Lo miré y encontré los mismos ojos que tantos años atrás se habían suavizado ante una niña atrevida. Respiré. y asentí. Gracias, Joaquín. Él no dijo más. No hacía falta. Solo abrió camino hacia la casa.
De cerca, el lugar era más grande de lo que recordaba en la infancia, pero las ventanas con cortinas cerradas y el porche sin un banco para ver el atardecer revelaban algo que ya había notado en su dueño. De algún modo, faltaba vida allí. Subí los escalones del porche, las botas sonando huecas contra la madera, y toqué la varanda con la punta de los dedos, como quien prueba si algo todavía late. Por dentro, el aire olía a madera guardada y polvo.
La mesa del comedor era demasiado larga, las sillas alineadas como centinelas. Arriba, Joaquín abrió la puerta del cuarto frente al que parecía ser el suyo. Me quedé en el umbral. Miré las paredes vacías, la sábana bien tendida sobre la cama, la luz atravesando la colcha fina. Solté el aire despacio. “Esta casa parece estar esperando pasos que nunca llegaron”, murmuré a mis espaldas.
Su voz sonó ronca, casi sin querer. Esperó más de lo que debía. Giré el rostro. Nuestras miradas se encontraron y por un instante el peso del silencio que dominaba esas paredes pareció ceder como si algo hubiera cambiado en el aire. Más tarde, ya de noche, fui a la cocina. Me arremangué, hundí las manos en la masa y dejé que el olor a pan fresco llenara el espacio vacío.
Afuera, el ritmo del hacha partiendo leña marcaba el compás. Cuando Joaquín entró y se sentó a la mesa alargada, alzó la vista y encontró delante de Sino un plato solitario, sino dos. Por primera vez en muchos años no cenaría en silencio. Esa noche el salón de la iglesia resplandecía bajo la luz temblorosa de los faroles.
El aroma de café fuerte se entrelazaba con el perfume de tartas dulces y panes aún tibios, mientras el violín dibujaba notas vivas que hacían vibrar el piso de madera. Era el tradicional baile de verano y parecía que todo San Jacinto había venido. Joaquín apareció tarde. Cuando su silueta se asomó en el umbral ancha e imponente, el aire pareció volverse más delgado. Siempre era así. Su presencia silenciaba los murmullos, pero esta vez yo estaba a su lado.
Las conversaciones volvieron poco a poco, como viento empujando el pasto seco. Las miradas se cruzaban sorprendidas, juzgadoras. Mi vestido, sencillo pero llamativo, contrastaba con el chaleco oscuro de Joaquín. Caminé con el mentón en alto, la mano ligera alando la falda, sintiendo los ojos siguiéndonos como faros silenciosos. Nos sentamos junto a la pared.
Él parecía fuera de lugar, los hombros tensos, el cuerpo rígido, como si deseara estar de vuelta en casa. Saludé algunos rostros conocidos con gestos discretos y por un rato dejé que la música llenara el espacio entre nosotros. Las parejas giraban, los niños corrían entre los bancos.
La noche latía al ritmo del violín hasta que una voz cortó el ambiente como navaja. Vaya, vaya, el lobo solitario de San Jacinto y la niñita que un día dijo que se casaría con él. Parece que se creyó su propia tontería. Silvio Granados. Su sonrisa brillaba con veneno bajo los faroles.