En el más pequeño siempre se detenía. Paredes desnudas, sin risas, sin recuerdos. Cerraba despacio, le daba cuerda al reloj de bolsillo que había sido de su padre y el tic seco llenaba la casa como un martillo marcando el paso de los años. El pueblo hablaba. Algunos decían que era demasiado grande para caber en la vida de alguien. otros que se había encerrado tanto que ninguna mujer querría su compañía.
Pero la verdad todos la sabían. Cuando marchó junto a otros jóvenes para luchar contra Santa Ana, dejó atrás a una prometida. Cuando volvió meses después, con los ojos cargados del recuerdo de una emboscada en la que perdió amigos, encontró a la muchacha ya casada con otro.
Ella aún vivía en el pueblo paseando con el esposo por la plaza, y cada vez que eso pasaba era como sal sobre la herida. Los chismes no perdonaban. Aún así, cuando Joaquín entraba en la tienda de don Ramiro, los hombros rozando el marco de la puerta, nadie se atrevía a decir ni una palabra. Yo crucé la calle principal de espacio, como quien vuelve a soñar con pasos que ya no le pertenecen.
Reconocí algunos rostros entre tantos desconocidos. El herrero, ahora con los hombros más encorbados, doña Estela Pineda, con el cabello blanco, pero la misma mirada afilada, niños corriendo entre el polvo, quizás nietos de aquellos que alguna vez conocí. Entonces me detuve frente a la casa donde nací.
Las paredes estaban desconchadas, las ventanas cerradas, una parte del techo caído. Ruinas. Se me apretó el pecho. Recordé la carreta cargada de muebles, la manta sobre la cuna, mi mano levantada en un adiós. Respiré hondo. Esa casa ya no era mía y yo tampoco era la niña que se había ido. Seguía adelante. El camino de tierra salía de la plaza y unos pasos más allá se abría hacia los campos.
Fue allí donde escuché el sonido que me detuvo, el chasquido del cuero, el relincho de un animal bravo, la voz grave y paciente que reconocí de inmediato. Levanté los ojos y lo vi. Joaquín estaba en el corral, firme en la cuerda con la que domaba un caballo joven. Todo su cuerpo en una tensión serena, el animal bufando, resistiendo.
Él hablaba en voz baja, con paciencia, como quien ya aprendió que la fuerza sin calma no doblega el orgullo de ninguna bestia. Me quedé inmóvil por un momento con el corazón atrapado en la garganta. El hombre frente a mí era y no era el mismo, más duro, más marcado, pero con esa misma presencia que un día me hizo cruzar una calle con desafío.
Me acerqué hasta que mi voz pudiera alcanzarlo, Joaquín Mendoza. Él se volvió despacio, sin soltar la cuerda. Su mirada se posó en mí con extrañeza, como si fuera solo una forastera. Luego entrecerró los ojos buscando algo en mi rostro. ¿Quién es la señorita? preguntó la voz áspera de polvo y sorpresa. Se me apretó el pecho, pero no bajé la mirada.
Soy yo, Joaquín Dolores Herrera. Al principio no hubo reconocimiento, pero después de unos segundos el nombre pareció tocarle algo profundo. Por un instante no reaccionó. Luego la cuerda en su mano aflojó y el caballo tiró con fuerza. Él contuvo al animal casi sin mirarlo, porque sus ojos estaban fijos en los míos, intentando encontrar a la niña de 9 años bajo el rostro de la mujer que tenía delante.
Dolores repitió incrédulo. Algunos vecinos que pasaban por el camino se detuvieron y susurraron. La noticia se esparció rápido. La niña de la promesa había vuelto y justo delante del hombre que todos creían condenado a la soledad. Avancé un paso más. Sin bajar la voz dije que volvería.