Cuando un padre regresó de su misión militar, nunca imaginó encontrar a su hija durmiendo en la pocilga por orden de su madrastra. Lo que sucedió después dejó a todos sin palabras.

El silencio cayó como una daga. Álvaro miró a Rebeca, que palideció al instante. —¿Quién era? —preguntó, con una calma peligrosa. Ella no respondió.

Lucía, con la voz temblorosa, murmuró: —Papá… ese hombre también me gritaba. Decía que yo no debería estar aquí. Que él iba a vivir contigo y con mamá.

La revelación abrió un abismo aún más profundo en el corazón de Álvaro. Y en ese momento comprendió que lo que había descubierto era solo el principio. El daño a su hija era mucho más profundo de lo que había imaginado.

La noche cayó sobre Borja mientras la tensión en la casa seguía creciendo como un incendio forestal que nadie podía extinguir. Lucía dormía en la habitación de Álvaro, agotada de llorar. Don Mateo se había ido, pero no sin antes prometer testificar si fuera necesario.

Álvaro estaba de pie en la sala frente a Rebeca. Ella intentaba mantener la compostura, pero su rostro mostraba miedo. —Dime quién es —insistió él por última vez. Rebeca apretó los labios. —Solo… alguien que me estaba ayudando. No significó nada.

—Ayudaba —repitió Álvaro, sin levantar la voz—. ¿Y también ayudaba a meterse con mi hija? ¿Te ayudaba a echarla de su propia casa? Rebeca levantó la cabeza desafiante. —No entiendes lo que era vivir aquí sola. Todos juzgándome. Tú siempre estabas fuera, y yo cargaba con todo. Necesitaba apoyo.

—¿Apoyo o escape? —preguntó él—. Porque lo que hiciste no es un error. Es abuso. Ella se derrumbó en el sofá, sollozando. —Yo… no soportaba verla. Me recordaba todos los días que no podía tener hijos propios. Que tú nunca quisiste intentarlo de nuevo. Y ese hombre… ese hombre me hacía sentir importante.

Álvaro sintió un dolor profundo e interno. —Eso no justifica lo que hiciste.

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