Cuando un padre regresó de su misión militar, nunca imaginó encontrar a su hija durmiendo en la pocilga por orden de su madrastra. Lo que sucedió después dejó a todos sin palabras.

—¡Eso es mentira! —gritó Rebeca, saltando—. ¡Mateo siempre ha estado en mi contra! —Cállate —respondió Álvaro, no gritando, sino con una firmeza que la hizo detenerse—. Continúa.

—No solo eso —siguió Mateo—. Hace tres semanas, los servicios sociales vinieron al barrio porque alguien les envió un mensaje anónimo diciendo que la niña estaba siendo maltratada. No pudieron verificar nada porque Rebeca no les dejó entrar.

Álvaro sintió que le hervía la sangre. —¿Un mensaje anónimo? ¿Quién lo envió? Mateo bajó la mirada. —No lo sé. Pero alguien lo intentó.

Rebeca se llevó las manos a la cabeza. —Álvaro, te juro que solo quería que Lucía aprendiera a ser fuerte. Esa niña… es débil, llora por cualquier cosa. Y tú nunca estabas. Toda la carga de su crianza recayó sobre mí.

Álvaro apenas podía contenerse. —¿Y pensaste que meterla en un establo la haría fuerte? ¡Es mi hija, Rebeca! Ella dio un paso hacia él, desesperada. —¡Es mi casa también! ¡Y no tienes idea de lo difícil que fue vivir con ella!

—¿Difícil? —interrumpió de repente la pequeña voz de Lucía—. Yo solo quería que hablaras conmigo… que me dieras un beso de buenas noches… Rebeca se volvió hacia la niña con una mirada de desprecio que a Álvaro le pareció insoportable. —¡Tú nunca fuiste cariñosa! ¡Siempre me mirabas como si fuera una extraña!

Álvaro se interpuso entre ellas. —Lucía no tiene la culpa de tu frustración. Mateo respiró hondo. —Álvaro… deberías saber algo más. Rebeca no actuaba sola. La mujer recibía visitas frecuentes cuando tú no estabas. Un hombre. A veces entraba por la puerta trasera.

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