—Amor, ¿cuándo se va tu mamá? —preguntó Denise, la esposa de Marco, con un tono de molestia—. Siempre está aquí. La casa es pequeña, y aún hay ancianos rondando. Es vergonzoso cuando vienen visitas.
—Denise… es mi mamá. No tiene a dónde más ir —respondió Marco, claramente dudoso.
—Cuando nos casamos, dijo que no podía darnos nada más que una televisión vieja. ¿Así apoya una madre? ¿Y ahora nosotros somos los que tenemos que ajustarnos?
—Déjalo así. Le buscaré un lugar donde vivir. Solo le enviaremos dinero cada mes.
Me sentí devastada.
Llevo tres décadas viviendo en Metro Manila, desde que vine de Leyte. Crié sola a Marco desde que mi esposo murió en un accidente de barco. Lavé ropa, vendí comestibles, fui empleada doméstica — todo para que él pudiera terminar sus estudios. ¿La casa donde viven ahora? La ahorré con veinte años de sacrificio.
Pensé que, al envejecer, tendría un poco de descanso. Un poco de reconocimiento. Pero no. Para mi nuera, yo solo era una carga.
Guardé el cuadernillo en el bolsillo. Me marché en silencio. Sin hacer ruido. Sin despedidas. Me sentía como un fantasma perdido en sí mismo.
Esa noche, fui a Laguna, donde conocía a alguien. Allí alquilé un pequeño apartamento — apenas 15 metros cuadrados, pero con una ventana, plantas afuera y, sobre todo: silencio.
No estoy enojada. No guardo rencor. Pero por primera vez en mi vida, decidí vivir para mí.
Ahí empezó una nueva etapa.