Cuando tenía 52 años, recibí una gran suma de dinero. Estaba a punto de contárselo a mi hijo, pero cuando llegué a la puerta de su habitación, no esperaba lo que escuché: estaban hablando de cómo iban a echarme de la casa.

Cada mañana, camino al mercado. Hago café mientras veo un drama en YouTube. Me uno al grupo de abuelas que hacen zumba cada mañana en la plaza. Al mediodía leo un librito de bolsillo, y por la noche veo películas viejas de Nora Aunor y Vilma Santos.

Tranquilo. En paz.

Marco llama de vez en cuando. No respondo. A veces llegan mensajes de texto que dicen: “Mamá, ¿dónde estás?” — los borro. No quiero dramas. No quiero explicaciones.

He dado toda mi vida. Ya es hora de devolverme algo a mí misma.

Han pasado dos meses.

En la casa de Quezon City, las cosas empezaron a cambiar.

Mi hijo Marco se volvió más callado. Denise ya no está tan gruñona. Pero el más afectado… fue mi nieto Jio, de siete años.

Ya no es un niño alegre. Come poco. Y cada mañana hace siempre la misma pregunta:

—¿Dónde está la abuela?

Marco y Denise no saben qué responder. Pero la verdad es esta: el niño siente la ausencia.

Ya no está la mano que siempre acariciaba su hombro por las noches. Ya no está la voz que susurraba: “hijo, reza primero.” Ya no está la presencia de la única persona que no juzgaba, que no pedía nada a cambio, y que siempre estuvo allí.

Un día, Marco no aguantó más. Fue a Leyte a buscar a la tía Lourdes, mi prima. Allí confesó:

—Tía… es mi culpa. No defendí a mamá.

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