Daniel parecía confundido, pero se mantuvo débil ante la autoridad de su madre. Me susurró: “Aguanta, Mary. Es la familia”.
Sin embargo, mi paciencia tenía un límite. La tercera noche, cuando Steven me gritó porque la cena no llegaba lo suficientemente rápido, algo se quebró dentro de mí. Miré a mi alrededor: los hermanos, extendidos como reyes; la mirada fría y engreída de la señora Thompson; y el silencio de Daniel.
Esa noche, una vez que todos estuvieron acostados, empaqué mi maleta en silencio. Metí mi ropa, pero también la poca dignidad que me quedaba. Le dejé una nota a Daniel: «Me casé contigo, no con todo el país». «Si no puedes proteger nuestro hogar, me protegeré yo misma».
Al amanecer, estaba en un autobús rumbo a mi pueblo natal en Nebraska, sin saber qué me depararía el futuro, pero segura de que quedarme me habría destruido. Lo que sucedió después, ninguno de ellos lo habría imaginado…
Llegar a Lincoln, Nebraska, fue como regresar a un mundo que había dejado hacía años. La acogedora casita de mis padres, en las afueras del pueblo, daba a campos de maíz que se extendían hasta donde alcanzaba la vista bajo un cielo azul brillante. Mi madre me recibió con los brazos abiertos, sin hacer preguntas, como si hubiera presentido la tormenta mucho antes que yo.
Por primera vez en semanas, respiré tranquila. Pude tomarme el café en la entrada sin el ruido de las botas ni las quejas de mis desagradecidos cuñados. Pude trabajar a distancia en paz, enviar mis informes financieros a mi oficina en Austin sin que me gritaran pidiendo otro plato de comida.
Una tarde, mi padre, un profesor jubilado, me preguntó con calma: «Mary, ¿piensas volver?».
Dudé. Mi amor por Daniel era real. Había sido amable, me había apoyado, había sido mi compañero durante los años difíciles. Pero el matrimonio no se trata solo de amor; también se trata de respeto y límites. Y Daniel había permitido que su familia pisoteara ambos.