“Cuando mi marido murió, mis hijos heredaron su imperio de 30 millones de dólares: empresas, propiedades, apartamentos, coches. Yo recibí un sobre polvoriento.”

El silencio que siguió fue ensordecedor. Steven y Daniel intercambiaron una mirada nerviosa.

«No te preocupes por eso, mamá», respondió Daniel apresuradamente. «Nosotros nos encargamos de todo. No tienes que agobiarte con papeleo».

«Pero insisto», repliqué. «Después de cuarenta y cinco años construyendo este imperio con vuestro padre, tengo derecho a saber qué va a pasar con él».

Jessica intervino, con esa sonrisa condescendiente que yo detestaba. «Suegra, esas cosas son muy complicadas. Cifras, impuestos, contratos. Mejor deje que los hombres se encarguen mientras usted se relaja en su nuevo hogar».

Los hombres. Como si yo fuera una niña incapaz de entender una suma.

«Además», añadió Steven, «ya hemos tomado decisiones importantes. Hemos vendido una de las propiedades para pagar deudas de la empresa».

«¿Vendido una propiedad? ¿Qué deudas?». Arthur llevaba muerto apenas un mes y ya estaban liquidando bienes.

«¿Qué tipo de deudas?», pregunté.

«Cosas aburridas, mamá. Impuestos, proveedores, salarios. No te preocupes».

Pero yo sabía la verdad. Sabía que Steven había usado ese dinero para pagar a sus prestamistas. Sabía que estaban saqueando la herencia para cubrir sus vicios.

Esa noche, sola en mi casa, tomé una decisión. No sería la víctima silenciosa que esperaban. No les dejaría encerrarme en una residencia de ancianos mientras robaban todo lo que Arthur y yo habíamos construido. Tenía 200 millones. Tenía pruebas de sus crímenes. Y tenía algo que habían subestimado: cuarenta y cinco años de experiencia como esposa de un brillante hombre de negocios. Había aprendido mucho más de lo que imaginaban. Y era hora de usarlo.

Descolgué el teléfono y llamé al banco suizo. Era hora de mover mis piezas en esta partida de ajedrez mortal que mis propios hijos habían iniciado.

Al día siguiente, mientras desayunaba, sonó el timbre. Era un hombre mayor, elegantemente vestido, que se presentó como George Maxwell, abogado.

«Señora Herrera, vengo en nombre de su difunto marido. Tengo instrucciones precisas que ejecutar».

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