Me quedé paralizada. Con manos temblorosas recogí mi bolso. No tenía muchas pertenencias allí, solo algunas mudas de ropa que había traído para ayudar con el funeral. Cuando salí a la calle, me senté en el asiento del conductor de mi viejo coche y lloré hasta que no me quedó voz.
Creí que podría encontrar una solución rápida, pero mi pequeño apartamento había sido desalojado dos semanas antes por falta de pago. Daniel sabía que yo pasaba por un mal momento económico, pero nunca llegué a decirle la verdad completa. “No quiero ser una carga”, repetía siempre. Y al final lo fui… pero para alguien que nunca tuvo intención de ayudarme.
Aquella noche dormí en el estacionamiento de un supermercado. Luego en un parque industrial. Después en la playa, donde el ruido de las olas me hacía sentir menos sola. No quería preocupar a nadie y, en el fondo, me avergonzaba de mi propia vulnerabilidad.
A los catorce días, cuando ya no tenía dinero para gasolina y casi no comía, recibí una llamada desconocida.
—¿Señora Valdés? —preguntó una voz grave—. Habla el licenciado Herrera. Era el abogado de su hijo. Necesito que venga a mi oficina lo antes posible. Es urgente.
Me quedé helada. No entendía qué podría querer un abogado de mí, y mucho menos con ese tono tan serio.
—¿Pasa algo malo?
Hubo una breve pausa.
—No, señora. Al contrario —respondió—. Es algo que podría cambiarle la vida.
Me aferré al volante, sin comprender aún que lo que estaba por descubrir transformaría todo lo que creía saber sobre mi hijo… y sobre mí misma.