Creí que había heredado una fortuna, pero lo que encontré me dejó helado.

Mi esposa estaba gravemente enferma, postrada en cama durante meses. Cuando ya estaba cerca de la muerte, con la respiración débil, me tomó la mano con fuerza y susurró:

—Amor… no te pongas triste… en el ropero… hay cinco millones de pesos… los guardé para ti y para nuestro hijo…

Al escucharla, sentí una alegría inmensa. Toda la vida juntos, ahorrando peso por peso, y yo nunca imaginé que ella hubiera sido tan hábil para reunir una suma tan grande. Apenas cerró los ojos para siempre, las lágrimas me corrían por el rostro, pero dentro de mí encendí una pequeña esperanza: al menos tendríamos ese dinero para asegurar el futuro de nuestro hijo.

Esa misma noche, sin poder contenerme, corrí a casa con el corazón golpeando en el pecho. Abrí el viejo armario de madera y, con las manos temblorosas, revolví cada compartimento. Finalmente, en la esquina más baja, encontré una caja metálica cerrada con candado.

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Estaba a punto de abrirla cuando, de repente —¡bam!— la puerta del ropero se movió bruscamente y algo negro, pestilente y con olor a podrido cayó sobre mí. Me eché hacia atrás, horrorizado, mientras el hedor me golpeaba directo a la nariz. A la tenue luz del foco, quedé paralizado al darme cuenta de que no eran documentos ni dinero… sino restos humanos en descomposición, envueltos en una tela mortuoria vieja y desgarrada.

Temblaba de pies a cabeza. Aún no me recuperaba del impacto cuando, desde el fondo de la caja, un pequeño cuaderno húmedo y mohoso se deslizó hacia afuera. En la primera página, reconocí claramente la letra de mi esposa:

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