Cómo vendimos una estatua y salimos de deudas

“Exigirá otra foto”, le recordó Nastya. “Mamá vendrá, como siempre, y la estatuilla ya no está.”

“Entonces compraremos una de repuesto”, respondió Andrey con calma. “Hay muchas réplicas en internet. No son idénticas, claro, pero en la foto no se nota la diferencia. Y seguro que no se fija.”

Y así lo hicieron. Una semana después, llegó por correo una réplica barata: mucho más tosca, ligera y sin marcas. Para Veniamin Petrovich, no habría valido ni un centavo. Pero desde lejos, en la foto del teléfono, parecía casi idéntico.

Natalya Vasilyevna se sobresaltó:

“¡Qué dices! ¡Es falso! ¡Antón lo entenderá!”

Pero por primera vez en mucho tiempo, Nastya miró a su madre de una manera que la hizo callar.

“Mamá”, dijo con calma, “no tengo que rendirle cuentas a mi hermano por cada plato de la casa. Y desde luego no tengo que guardarme su regalo para siempre si me duele en lugar de alegrarme. Si quieres mantener una relación con él, adelante. Pero ya no controlará mi vida”.

Había tanta firmeza en su voz que Natalya Vasilyevna se quedó desconcertada. Entonces dijo en voz baja:

“De acuerdo. Haz lo que quieras. Yo… no interferiré”.

Pero siguió enviando las fotos de todos modos. Solo que ahora hizo una copia. Y Anton, como era de esperar, escribía algo sarcástico una vez al mes, sin siquiera darse cuenta de que “su tesoro” hacía tiempo que se había mudado.

Y la familia de Nastya y Andrey poco a poco iba saliendo del atolladero.

Etapa 5. El hermano que contaba el dinero ajeno
Pasó un año. Los préstamos se pagaron. Por primera vez en años, sus salarios no se hundían en un agujero negro de deudas, sino que les alcanzaba para vivir. Pudieron comprarles chaquetas nuevas a los niños antes de que llegara el frío sin tener que pedir otro préstamo. Andrey reemplazó sus zapatos rotos.

Nastya se matriculó en cursos de desarrollo infantil temprano y empezó a trabajar a tiempo parcial como profesora particular. Al principio, los niños eran llevados allí por intermediarios, luego empezaron a ofrecer clases particulares regulares.

“Mira”, sonrió Andrey, “siempre quisiste algo propio, y ahora lo tienes”.

Pero el silencio no podía durar para siempre. Una noche, Natalia Vasílievna llamó emocionada:

“Nastya, Anton viene. Tiene trabajo en nuestra ciudad. Dijo que pasaría por aquí. Y tú también, por cierto”.

Nastya sintió un nudo en el estómago.

“¿Por qué vendría a verme? ¿Para comprobar si su ‘tesoro’ vale la pena?”

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