Por las noches, se sentaban juntos en la cocina a contar centavos.
“Cinco días para el día de pago”, Andrei repasó los cuadrados con el bolígrafo. “Servicios, guardería, préstamo del refrigerador, préstamo del portátil… Nastya, ¿de verdad vamos a vivir en números rojos hasta la jubilación?”
“¿Hay alguna otra opción?”, sonrió débilmente. “A menos que vaya a rogarle a Anton. Quizás me lance otra bagatela.
“Oh, olvídalo”, espetó Andrey. “Escuchar sus burlas es más problemático de lo que vale”.
Se quedó callado, pero su mirada se deslizó involuntariamente hacia el armario donde estaba la figurita.
“A veces solo quiero…” No terminó la frase, pero Nastya lo entendió: romperla, tirarla, deshacerse de ella.
Y cada vez la detenían no solo los suspiros de su madre y el miedo a una pelea con su hermano, sino también una extraña y desagradable sensación: como si Anton los tuviera atados a través de esa figurita. Como un recordatorio: “Tú eres pobre, pero yo no”. “Y hasta tus vacaciones dependen de mi desprecio”.
Pasaron los meses. Cada vez, Natalia Vasilyevna venía con un teléfono. Cada vez, le enviaba una foto a su hijo. Y cada vez, Anton respondía con algo como:
“Cuidado que no se te caiga”. Esto es más caro que todos tus muebles.
“Límpialo más a menudo, Nastya.”
“No lo olvides: no puedes venderlo. Si no, te conozco…”
Nastya dejó de leer estos mensajes hasta el final. Pero el regusto permaneció.
La figura permaneció en silencio en el estante; su presencia era más poderosa que cualquier préstamo.
Etapa 2. Una llamada del banco y la primera grieta en la porcelana
Una noche, mientras Andrey se preparaba para el turno de noche, sonó el teléfono. El número no le sonaba, pero Nastya contestó.
“¿Anastasia Andreyevna?”, la voz seca y oficial se tensó de inmediato. “Soy una empleada del banco. ¿Sabes que estás atrasada con tu préstamo?”