Desde el día en que trajeron al bebé a la casa, el perro negro llamado Mực se convirtió en guardián inquebrantable del cuarto. Al principio, Sơn y su esposa pensaron que era una buena señal: un perro que protege al bebé y vigila la puerta. Pero tras solo tres noches, esa paz se quebró.
En la cuarta noche, justo a las 2:13 a.m., Mực se alzó con las cuatro patas firmes, con el pelo erizado en el lomo, y lanzó un gemido hacia la cuna al costado de la cama. No ladró, no atacó: solo gemía, un sonido largo y ronco, como si algo le impidiera usar su voz desde la oscuridad.
Sơn encendió la luz y se acercó para calmarlo. El bebé dormía plácidamente, apenas moviendo los labios como si mamara, sin llanto. Pero Mực no apartaba la mirada del espacio bajo la cama. Se deslizó hasta el suelo, apoyó sus patas, metió la cabeza en la oscuridad polvorienta y gimió. Sơn se arrodilló, utilizó la linterna de su celular y vio solo cajas con objetos, algunos pañales de repuesto, y una sombra densa como agua oscura sin fondo.
En la quinta noche, ocurrió lo mismo a las 2:13. En la sexta noche, Hân, la esposa de Sơn, se sobresaltó al oír un sonido como uñas arañando la madera: “ret… ret…”, lento y deliberado. “Tal vez una rata,” dijo Hân, aunque su voz temblaba. Sơn acercó la cuna al armario y colocó una trampa en un rincón. Aun así, Mực seguía mirando bajo la cama, emitiendo gemidos cortos cuando el bebé se movía.

Llegada la séptima noche, Sơn decidió no dormir. Se sentó al borde de la cama con las luces apagadas; solo la luz del pasillo iluminaba débilmente la estancia. Preparó su celular para grabar.
A las 1:58 a.m., un viento golpeó desde la ventana entreabierta, trayendo el olor húmedo del jardín.
A las 2:10, la casa se apagó en silencio.