Entonces lo comprendió: podía preguntar a los vecinos quién había visto por última vez a los padres de su marido. Yulia salió y llamó a las puertas de las casas más cercanas. Al principio, nadie respondió. Luego, un vecino anciano, un hombre de unos setenta años, abrió la puerta con expresión curiosa.
—¿Pasa algo, Yulia? —preguntó.
—Quería… visitar a los padres de Igor. Pero no hay nadie en casa —explicó la mujer con ansiedad.
El anciano negó con la cabeza.
—Oh… Bueno, nadie ha visto a Lyudmila Pavlovna y Viktor Semyonovich desde hace tiempo. Unos dos meses, creo. —Solo corrían rumores de que habían vendido la casa y se habían marchado.
Estas palabras impactaron a Yulia como un rayo. Todo lo que Igor había dicho en las últimas semanas había resultado ser mentira. Sintió un profundo dolor, una gran confusión y una punzada de tristeza. Ahora lo entendía: cada partida, cada extraña excusa, cada frase ensayada formaban parte de una máscara cuidadosamente construida.
De vuelta en casa, Yulia intentó comprender: ¿por qué la había engañado Igor? ¿Qué ocultaba? Una extraña sensación de ansiedad dio paso a un ardiente deseo de descubrir la verdad y no dejar que este engaño quedara impune.
Todo en casa le resultaba familiar, pero el vacío ahora se sentía agudo y doloroso. El teléfono de su marido seguía sin mostrar llamadas ni mensajes de sus padres. Yulia se sentó a la mesa y comenzó a anotar todos los hechos, intentando reconstruir la cadena de acontecimientos para no dejarse abrumar por las emociones.
«Tengo que averiguar la verdad», susurró, y por primera vez en mucho tiempo, se sintió decidida.