Cuando Yulia llegó a casa de su suegra, se le cayó el alma a los pies: la puerta estaba cerrada con llave y el porche no estaba lleno de la habitual multitud. Un caos respetuoso. Llamó a la puerta. Silencio. Volvió a llamar y, de repente, oyó unos pasos suaves dentro. La puerta se abrió lentamente, pero Lyudmila Pavlovna no estaba. En el umbral estaba… el gato del vecino, que parecía observarla con calma.
«Buenos días», dijo Yulia, sonriendo para sí misma, pero una extraña sensación crecía en su interior.
La ansiedad se disipó. Entró en la casa, intentando disimular su confusión. Todo parecía ordenado, como si nadie hubiera salido en mucho tiempo, pero a la vez había una sensación de vacío: ni olor a comida, ni ruidos familiares; solo silencio y la tenue luz de un día de otoño.
Yulia entró en el salón. Sobre la mesa había una nota, escrita con pulcritud por Igor:
«Yulia, no te preocupes por nosotros. Todo está bajo control. Mis padres están durmiendo, yo estoy en el trabajo. Haz lo que quieras».
Yulia apretó la nota entre sus manos. El corazón le latía con fuerza. Algo no cuadraba: Igor hablaba de visitar a sus padres enfermos, pero en realidad no había llamadas, ni visitas, ni llamadas de sus padres. Empezó a examinar la casa, buscando la más mínima señal de Lyudmila Pavlovna o Viktor Semyonovich.
Entonces Yulia notó algo extraño: las puertas de la cocina y la despensa estaban cerradas con llave, los armarios bien cerrados y los tarros de mermelada de siempre no estaban en la mesa. Parecía como si la casa tuviera vida propia, sin la presencia de las personas de las que Igor había hablado.
—¿Dónde están? —susurró Yulia—. ¿Quizás se me escapa algo?