Yulia preparó una bolsita, llenándola con una tarta, fruta, unos tarros de mermelada y galletas caseras. Lo hizo con cariño, casi con temor, como si con su cuidado intentara recuperar la confianza en el mundo que la rodeaba, donde últimamente todo parecía inestable e impredecible. Cada vez que se acercaba a la ventana y miraba la lluvia, se le encogía el corazón: el otoño no solo traía humedad y frío, sino también dudas que crecían como una espesa sombra con cada día que pasaba.
«Está bien», se repetía Yulia en voz baja, atándose los cordones de las zapatillas. «Solo quiero ir a visitar a los padres de Igor…»
Tenía la bolsa lista y Yulia estaba en la puerta, a punto de salir, cuando sonó el timbre. Se le aceleró el corazón; era la última llamada que esperaba. Abrió la puerta y allí estaba una vecina con bolsas de la compra:
«¡Hola, Yulia!», dijo la vecina. «He oído que tu marido ha vuelto a visitar a sus padres…» —¿Necesitas ayuda con los niños? —preguntó la vecina.
—Gracias, pero no —sonrió Yulia, aunque en el fondo sentía una punzada de inquietud—. Pensaba ir a verlos yo misma.
La vecina asintió, con curiosidad manifiesta, y se marchó. Yulia cerró la puerta con el corazón acelerado. Quería creer que los padres de su marido realmente necesitaban su ayuda, pero un presentimiento le advertía que algo no iba bien.
El camino hasta su casa era corto, pero la tensión crecía con cada kilómetro. Yulia repasó mentalmente la ruta, imaginando cómo recibiría a sus padres, cómo se alegrarían con la inesperada atención. Intentó recordar cómo habían recibido a Igor y a sus invitados en años anteriores: las discretas sonrisas de Lyudmila Pavlovna, las palabras firmes pero cálidas de Viktor Semyonovich, el olor a comida casera y a la cosecha del huerto.