Apenas había salido del funeral de mi esposo cuando me vi arrastrada a otra tragedia. En el primer cumpleaños de mi sobrino, mi hermana se levantó de repente, con una sonrisa segura, y declaró: ‘Mi hijo es hijo de tu marido.’ La habitación entera contuvo el aliento. Luego añadió, con una frialdad calculada: ‘Así que, según la herencia, me corresponde la mitad de tu casa de 800.000 euros.’ El corazón se me encogió: el duelo aún fresco… y ahora la traición de mi propia sangre. Y lo que vino después fue aún más inesperado.

La carta estaba escrita con la letra de mi esposo, una caligrafía que conocía demasiado bien. Mis manos temblaban mientras la desplegaba. No era una carta romántica ni una confesión amorosa: era una carta dirigida a un tal Hernán, un nombre que jamás había escuchado.

Hernán, te envío estos documentos como acordamos. Confío en que mantendrás tu parte del trato. Mi prioridad es proteger a Clara… pero sobre todo proteger a su hijo.

Leí la frase tres veces, sin comprender completamente. ¿Proteger a Clara? ¿Proteger a su hijo? ¿Qué relación tenía Hernán con todo esto?

Seguí leyendo, con el estómago encogido:

Sé que tu reacción al enterarte fue violenta. Clara no merece eso. Ayúdala económicamente mientras yo regularizo la situación. No quiero intervenir más de lo necesario, pero no permitiré que ella quede vulnerable.

Mi mente se llenó de preguntas. ¿Mi esposo estaba ayudando económicamente a Clara para protegerla de… quién? ¿Quién era Hernán? ¿Y por qué esa ayuda tenía que ser secreta?

Al final de la carta, una última frase iluminó la pieza que faltaba del rompecabezas:

El niño no es mío, y lo sabes. Pero no quiero que Clara sufra por tu irresponsabilidad. Cumple.

Sentí una mezcla de alivio brutal y furia creciente. Mi esposo no era el padre del niño. Y no solo eso: sabía perfectamente quién sí lo era… y estaba presionando a ese hombre para que se hiciera cargo.

Leave a Comment