Acababa de salir del funeral de mi esposo cuando la vida decidió empujarme hacia otra tragedia. Creí que nada podía doler más que despedirme del hombre con quien había compartido veinte años, pero el destino todavía guardaba un golpe más, uno que jamás habría imaginado. Esa misma tarde, en el salón decorado con globos azules para celebrar el primer cumpleaños de mi sobrino, intenté sonreír con cortesía, aunque por dentro aún me temblaba el alma.
Mi hermana menor, Clara, se levantó de pronto en medio de los invitados. En su rostro apareció una expresión que no supe descifrar al principio, una mezcla inquietante entre determinación y alivio. Sostuvo su copa de vino, golpeó suavemente con una cucharilla para llamar la atención y, cuando todos guardaron silencio, pronunció unas palabras que partieron en dos mi mundo.
—Mi hijo… es hijo de tu marido —dijo, sin temblarle la voz, mirándome directamente a los ojos.
El murmullo que estalló en el salón se apagó casi de inmediato, como si todos contuvieran la respiración al mismo tiempo. Yo, incapaz de mover un músculo, solo pude sentir cómo mi pecho se cerraba. Mis dedos, helados, apretaron el borde de la mesa para no caer.