Mis dos hermanos vinieron a verme. Estaban serios y callados. Finalmente, el mayor habló:
— “Ya sabemos lo de la casa. Un conocido de la oficina de tierras nos lo contó.”
Contuve la respiración. Había temido este momento.
— “Al principio nos enojamos,” dijo el segundo, “sentimos que papá nos traicionó.”
El mayor asintió.
— “Pero luego recordamos… ¿quién cocinaba cuando mamá ya no estaba? ¿Quién iba a las reuniones de padres? ¿Quién cosía cada camisa y jamás pidió nada a cambio?”
Silencio.
— “Queremos verla. No para pedir nada, sino para pedir perdón.”
Días después, los tres fuimos a casa de mamá Cham. Ella se sorprendió, un poco preocupada.
— “Tía…” — empecé, pero mi hermano mayor se adelantó.
— “No venimos por la casa. Venimos porque… fuimos unos tontos. Una madre como tú soportó tanto sin decir una palabra.”
Mamá Cham rompió a llorar.
No fue un llanto suave, sino uno desgarrador, acumulado por años de dolor. Los tres también lloramos con ella.
— “Papá tenía razón,” dije. “No te dejó la herencia… te dejó algo más grande: su confianza absoluta.”
CONCLUSIÓN: