ANCIANA RICA ENCONTRÓ NIÑA POBRE EN LA CALLE — CUANDO VIO SU COLLAR, SE DESPLOMÓ

Al amanecer, Beatriz marcó al intercomunicador.

—Roberto, a la colonia Doctores. Ahora.

El edificio azul cielo no tenía lujos, pero sí dignidad. Macetas con geranios alegres en los balcones, ventanas limpias, trapos tendidos con orden. Beatriz subió los escalones con un vestido gris perla que la hacía ver menos grande, más cercana. Tocó a la puerta cinco.

—¿Quién es?

—Buenos días. Soy Beatriz Mendoza. Ayer conocí a una niña muy educada que vende flores. ¿Es usted la señora Clara?

La puerta se abrió con cautela. Apareció una mujer de cuarenta y tantos, trenza sencilla, ojos francos y manos marcadas por el trabajo.

—Sí. ¿Usted es la señora que le compró todas las rosas a mi Alin?

—La misma —dijo Beatriz, y se sorprendió a sí misma sonriendo de verdad—. Quería agradecerle la crianza de una niña tan dulce. Si no le molesta, me gustaría conocerlas mejor.

El departamento era pequeño y pulcro, con muebles viejos pero cuidados, olor a pan dulce y a café recién hecho. En las paredes, dibujos infantiles con nombres torcidos y corazones grandes. Alin asomó con su uniforme escolar planchado al milímetro, las mejillas encendidas de ilusión.

—¡La señora de las rosas!

Beatriz sintió que algo blando y tibio le acariciaba el pecho. «Nieta», pensó, sin atreverse a decirlo.

Clara sirvió café en tazas de barro.

—Alin llegó a mi vida cuando tenía días de nacida —contó—. Una joven vino una noche de diciembre. Estaba asustada. Me rogó que cuidara a su bebé. Me dejó un dije de plata —tocó el ángel en el cuello de Alin— y un sobre sellado. Dijo que lo guardara para cuando la niña cumpliera dieciocho.

—¿Un sobre? —La voz de Beatriz fue un hilo.

—Con el nombre del padre —asintió Clara—. Y con el de la mamá.

—¿Puedo…? —Beatriz no supo terminar la frase.

Clara dudó un segundo. Luego volvió con un sobre amarillento, cuidado como si fuera un pájaro. El nombre en la caligrafía elegante le saltó a Beatriz al corazón: Marcela Mendoza.

Fue como si el piso se inclinara y al mismo tiempo la sostuviera. Ahí estaba la verdad. Desgarradora. Luminosa. Innegable.

Beatriz se despidió con la promesa de volver. Subió al auto con la mirada mojada y llamó a su hija.

—Marcela —dijo, cuando la voz al otro lado respondió con sobresalto—. Mañana voy a verte. Tenemos que hablar de Alin.

Hubo un silencio del tamaño de trece años.

—¿Cómo sabes ese nombre?

—Porque acabo de mirar a mi nieta a los ojos.

La puerta del departamento de Marcela, en Roma Norte, se abrió dejando salir olor a café y a plantas regadas hace poco. Marcela, treinta y dos años, ojos cansados, belleza intacta, se quedó de pie con una bata sencilla, respirando como quien se prepara para una ola.

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