ANCIANA RICA ENCONTRÓ NIÑA POBRE EN LA CALLE — CUANDO VIO SU COLLAR, SE DESPLOMÓ

Un ángel de plata, una verdad escondida y una familia que aprendió a recomponerse

El semáforo de Insurgentes se puso en rojo y el Lincoln Navigator quedó atrapado en una fila de autos que parecían no tener final. Roberto, con la paciencia resignada de quien conoce el pulso de la ciudad, miró por el retrovisor a su jefa.

—¿Quiere que tome otra ruta, señora Beatriz? —preguntó—. Hoy todo está detenido.

Beatriz Mendoza, sesenta y cinco años, elegancia sin esfuerzo, miró sus manos sobre el regazo. El anillo de matrimonio relucía como un recuerdo terco de un tiempo que ya no existía. Desde la muerte de Eduardo, hacía quince años, había perfeccionado el arte del silencio: uno que llenaba salones, escaleras, jardines impecables y noches enteras.

—No importa, Roberto —dijo, sin prisa—. Ya no tengo adónde correr.

El vidrio encapsulaba su mundo: afuera, vendedores con fruta, bolsas de dulces, figuras de papel; niños que limpiaban parabrisas con movimientos coreografiados por la necesidad; mujeres con canastas de flores; hombres que ofrecían lo que fuera por una moneda. Beatriz lo había visto miles de veces sin mirar de verdad. Ese día, algo se corrió dentro de ella, como una cortina que deja entrar luz.

Una niña se acercó al auto con un ramo de rosas tan rojo que parecía recién arrancado del corazón de la tierra. Tendría trece años, piel morena, ojos negros como semilla de cacao, la ropa remendada pero limpia, la dignidad puesta como un moño.

—¿Rosas para la señora? —dijo con una vocecita que sonaba a campana.

Roberto ya hacía el gesto de espantarla cuando Beatriz sintió un tirón en el pecho. Había en esa cara algo conocido, una sombra de tiempos idos, un reflejo de algo que no sabía nombrar.

—Baja el cristal —murmuró.

—Señora, no es lo más seguro…

—Baja el cristal, Roberto.

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