Amy se quedó junto a la ventana

Tom asintió en silencio.

Los días siguientes fueron una tortura. Anna seguía apareciendo: a veces de madrugada, otras por la tarde, como un fantasma que se negaba a marcharse. Amy sentía que se volvía loca. Una mañana, al levantarse, encontró a Anna revisando el armario “para ordenarlo”.

— ¡Fuera! —gritó Amy—. ¡Fuera ahora mismo!

Anna la miró con una calma inquietante.

— Tom no sería nada sin mí. Y tú tampoco. Los dos me pertenecéis.

Entonces Amy lo comprendió: no era cariño de madre. Era obsesión. Un control enfermizo.

Aquella noche, lloró en los brazos de Tom.

— No puedo más —sollozó—. O ella, o yo.

Leave a Comment