Amy se quedó junto a la ventana, con los brazos cruzados, observando la silueta de Anna. Aunque intentaba repetirse que era solo una anciana inofensiva, la forma en que levantaba la vista hacia sus ventanas le provocaba un escalofrío que le recorrió la espalda.
— No aguanto más, Tom —susurró, con la voz quebrada por la ira y el cansancio—. Si tú no pones fin a esta locura, lo haré yo.
Tom guardó silencio. Amaba a su madre, pero también era consciente de que su matrimonio pendía de un hilo. Recordaba aquellas noches en las que Amy lo esperaba con la cena caliente y una sonrisa, y ahora lo recibía con reproches y lágrimas. Todo había cambiado desde que Anna comenzó a entrar en la casa sin invitación.
— Está bien, Em, hablaré con ella otra vez. Te lo prometo —dijo Tom, intentando sonar firme.
— ¿Otra vez? No, Tom. Es la última. Si no lo entiende, su llave desaparece. Es mi condición.
Tom se mordió el labio. Sabía que para Amy esa era una frontera infranqueable. Si no actuaba, corría el riesgo de perderla.
Unas horas más tarde, Tom bajó al patio. Anna seguía sentada en el banco, como si lo hubiera estado esperando. Le sonrió con calidez, pero en sus ojos brillaba ese destello posesivo que él conocía demasiado bien.
— Mamá, tenemos que hablar —empezó. — No puedes seguir entrando en nuestra casa cuando quieras. Amy y yo necesitamos privacidad.