Esa noche, Elise comprendió que el hombre que había amado se había ido.
Dos días después, con la garganta seca y el corazón apesadumbrado, subió a un TGV hacia Annecy, aferrada a una vieja maleta. En la estación de tren, su madre, Madame Fontaine, la esperaba. Al ver lo pálida y agotada que estaba su hija al bajar las escaleras, la abrazó con fuerza.
“Cariño… ya estás en casa. Mamá se encargará de todo”.
Mientras Élise se recuperaba en casa familiar, Marc, en cuanto salió de Lyon, corrió a ver a Chloé Morel, su joven asistente.
Ella también estaba embarazada… y le había jurado a Marc que iba a tener un niño.
Marc se sentía el hombre más afortunado del mundo.
“¡Por fin, un heredero!”, se jactó.
Para ella, no escatimó en gastos: una habitación privada en la clínica Sainte-Antoine, atención médica de primera clase, más de 8000 euros ya gastados.
El día del parto, Marc llegó con un enorme ramo de tulipanes. Cuando nació el niño, envió inmediatamente la foto a todos sus grupos de discusión:
“¡Mi hijo! ¡Se parece a mí!”.
Pero su alegría duró poco.