Al día siguiente del funeral de mi padre, regresé a su casa solo para encontrar todas mis pertenencias amontonadas en el porche. Mi madrastra, Carolina, estaba en la puerta, su voz goteando veneno: “Esta casa es para la familia.” Luego cerró la puerta de golpe en mi cara. Sin a dónde ir y con el corazón roto, llamé a mi madre, Linda, que vivía a varias horas de distancia en el campo de Puebla. Condujo toda la noche para llegar hasta mí. A la mañana siguiente, mientras me abrazaba con fuerza, su mirada se desvió hacia la casa de mi padre y su voz se volvió fría. “Cariño,” dijo, “tu padre y yo teníamos un secreto. Y es algo que Carolina va a odiar escuchar.”

La mañana después del funeral de mi padre, me paré en el porche de su casa, mirando mis pertenencias amontonadas descuidadamente en el frío. Una maleta estaba abierta de par en par, camisas derramadas sobre las tablas de madera como recuerdos abandonados. Mi madrastra, Carolina, estaba en la puerta, con los brazos cruzados, su voz lo suficientemente afilada como para cortar vidrio.
“Esta casa es para la familia,” siseó, sus labios curvados en desprecio. Luego cerró la puerta de golpe, y el eco resonó en mi pecho.
Familia. La palabra dolía. Durante cinco años, después del divorcio de mis padres y el nuevo matrimonio de mi padre, había intentado encontrar mi lugar allí. Pero ahora, con mi padre muerto, Carolina dejaba en claro, de manera brutal: yo no era nada.