« Ahora que tu esposo ha fallecido, ¡llora, haz tus maletas y no regreses nunca! » me lanzó mi nuera durante la cena. Mi hijo se limitó a sonreír y asentir. Me fui sin decir una palabra. Al día siguiente, fui al banco y…

—Extraño las piezas donde la luz conocía nuestros nombres —respondí—. Pero no lamento haber tenido que pedir permiso para estar allí.

Llegó una carta de Barbara, la madre de Romy, escrita con la cursiva amplia de quien aprendió a escribir en papel que importa:

Pienso a menudo en aquel día en tu salón. Hubiera querido decir menos certezas y más cuidado. Si algún día lo aceptas, me gustaría decírtelo en persona.

Puse su carta junto a las de Noel y las dejé hablar en el cajón: arrepentimiento y previsión, los dos idiomas de las familias que todavía intentan.

La biblioteca me llamó para otra sesión nocturna. Esta vez no hubo rondas; fuimos directo a las frases que buscaban un hogar.

—¿Y si mi hermano sigue llamando amor a una deuda? —preguntó alguien.

—Entonces llámenlo por su nombre —dije—. Una deuda con apellido común.

—¿Y si mi madre dice que el banco es “cosa de hombres”? —preguntó una estudiante.

—Llévenla al banco —dije—. Dejen que la cajera le muestre adónde va su firma.

Repetimos los guiones hasta que sonaron como nosotros. Al final, Linda me entregó un montón de tarjetas de agradecimiento hechas a mano, en forma de camisetas de cartón. En las pestañas, los niños habían escrito: Casa. Coche. Seguro. Yo.

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