“No… no, señora Valeria… déjeme explicarle…”
Pero yo no quería escuchar nada.
Cegada por la rabia, tomé sus cosas y las aventé al patio, gritando:
“¡LÁRGATE! ¡FUERA DE MI CASA AHORA MISMO!”
Afuera hacía un frío que cortaba la piel, el viento soplaba como cuchillas.
Ana estaba allí, temblando, llorando frente al portón, mientras yo cerraba con llave, con el corazón golpeando en mi pecho como loco.
Diez minutos después, unas luces de coche iluminaron el patio.
Tomás, mi esposo, llegó inesperadamente temprano.
Miró el desastre: la puerta abierta, la ropa tirada, y yo temblando de coraje.
“Valeria… ¿qué le hiciste a Ana? ¿Por qué está afuera con este frío?”
Le aventé el brasier y el calzoncillo a la cara:
“¿Todavía preguntas? ¡Aquí tienes la prueba de que ustedes dos me ven la cara!”
Tomás miró las prendas… y su rostro se puso blanco, blanco.
Pero no era la cara de un hombre sorprendido porque lo cacharon.
Era… pánico.