Ana sintió cómo las piernas le flaqueaban. Apenas lograba sostenerse. Las palabras de Juan atravesaron su pecho más profundo que cualquier bisturí.
“¿Divorcio? ¿Ahora? ¿Después de todo lo que luchamos por este hijo? ¿Después de que mi cuerpo quedó marcado por traerlo al mundo?”, pensó.
Pero no dijo nada. No lloró. No gritó.
En cambio, respiró hondo y acarició el cabello de su bebé. Su silencio fue más poderoso que cualquier escena de reproche.
La decisión inesperada
Esa misma noche, mientras Juan y Julia celebraban en la sala, Ana tomó una decisión que nadie esperaba.
Con esfuerzo, subió las escaleras, guardó unas cuantas cosas en una maleta pequeña y se dirigió a la habitación del bebé. Miró la cuna que habían comprado juntos, aún adornada con muñecos de colores, y comprendió que ese lugar ya no era su hogar.
Se envolvió en una manta, ajustó al bebé en sus brazos y, sin mirar atrás, salió por la puerta.