El taxi se detuvo frente a la vivienda. La suegra de Ana, que había ido a recogerlas, bajó primero y abrió la puerta. Ana descendió lentamente, con el bebé en brazos y una sonrisa cansada, imaginando la bienvenida que por fin tendría.
Pero al cruzar el umbral se topó con un silencio extraño. No había globos, ni flores, ni palabras de aliento.
De pronto, el sonido de unos tacones resonó en el suelo de la sala. Una joven apareció, elegante, con una blusa blanca entallada, una falda roja y un perfume penetrante que llenaba el aire.
Detrás de ella, apareció Juan.

La confesión brutal
Juan caminó con una serenidad que helaba la sangre. No miró a su hijo. No miró a su esposa agotada, con los puntos aún frescos y el cuerpo temblando.
Se detuvo frente a su madre y dijo con voz firme, sin titubear:
—Madre, te presento a Julia. Esta es la mujer que amo y quiero que lo sepas desde ya.
El aire se volvió irrespirable. Ana apretó al bebé contra su pecho. La suegra bajó la mirada, en un silencio cómplice. Julia sonrió, sin vergüenza.
—Y quiero el divorcio —agregó Juan, como si no acabara de destruir la vida de la mujer que lo había acompañado durante años.