A ver si sobreviven sin nosotros”, rieron los hijos – pero el anciano escondía herencia millonaria…-DIUY

Todo tenía ese encanto de las cosas hechas para durar, para ser heredadas, para contar historias. Recorrimos las habitaciones. Había cuatro dormitorios amplios con ventanas grandes que dejaban entrar la luz del sol. La cocina tenía una estufa de leña antigua, pero funcional. El piso era de baldosas rojas hechas a mano, cada una ligeramente diferente a la otra. Aquel lugar respiraba historia y amor. Era evidente que había sido construido con dedicación y riño. Lucía se quedó de pie en medio de la sala principal, girando lentamente para absorber cada detalle.

“Voy a restaurar esta casa”, dijo con determinación. “Voy a traer a mis padres aquí para que vivan sus últimos años en el lugar que siempre soñaron. Y Mateo crecerá corriendo por estos campos, aprendiendo a amar la tierra, conociendo de dónde viene. Ernesto y Beatriz se miraron con los ojos brillantes. “Hija, no tienes que hacer eso”, dijo Beatriz. “Nosotros estamos bien donde estamos.” Lucía negó con la cabeza, “Si tengo que hacerlo, mamá, ustedes se merecen vivir en paz, rodeados de belleza y tranquilidad después de todo lo que han sufrido.

Además, este siempre fue su sueño y yo voy a hacerlo realidad.” En ese momento sentí una oleada de emoción que me atravesó el pecho. Aquella mujer que había sacrificado tanto, ahora estaba dispuesta a sacrificar aún más por la felicidad de sus padres. Me acerqué a ella y le dije, “Lucía, yo te voy a ayudar. Conozco albañiles honestos, carpinteros hábiles, electricistas de confianza. Entre todos restauraremos esta casa y la convertiremos en el hogar que tus padres merecen.” Ella me abrazó fuerte y susurró, “Gracias, hermana, porque eso eres para mí ahora una hermana.” Aquellas palabras sellaron un lazo que el tiempo jamás rompería.

Los meses siguientes fueron de trabajo intenso pero gratificante. Cada fin de semana íbamos a la finca y trabajábamos en las reparaciones. Contraté a los mejores trabajadores que conocía y supervisé personalmente cada detalle. Lucía usó parte de sus ahorros y yo aporté también sin que ella lo supiera, diciéndole a los obreros que cobraran menos de lo acordado y pagando yo la diferencia, la casa fue tomando vida poco a poco. Pintamos las paredes de colores cálidos. Reparamos el techo.

Instalamos un sistema de agua potable. Arreglamos la instalación eléctrica. Restauramos los pisos de baldosa. Lijamos y barnizamos los muebles antiguos. Plantamos flores en el jardín y árboles nuevos que darían sombra y frutos. Beatriz y Ernesto venían con nosotros y aunque no podían hacer trabajos pesados, se encargaban de las tareas más delicadas. Ella cosía cortinas nuevas con telas coloridas. Él reparaba las cercas de madera con la habilidad que aún conservaban sus manos. Mateo también ayudaba a su manera, recogiendo piedras, limpiando herramientas, trayendo agua fresca a los trabajadores.

Aquellos sábados se convirtieron en los días más felices de nuestras vidas. Trabajábamos bajo el sol, reíamos, compartíamos comidas sencillas sentados en el pasto y al final del día contemplábamos el atardecer desde el porche mientras planeábamos lo que haríamos la semana siguiente. Nunca me había sentido parte de una familia de verdad hasta ese momento. Mis propios padres habían muerto cuando era joven y no tuve hermanos. Había construido mi vida alrededor de mi carrera, pero siempre había un vacío que nada llenaba.

Ahora ese vacío se había convertido en plenitud. Tenía a Beatriz como la madre que perdí, a Ernesto como el padre sabio que me guiaba, a Lucía como la hermana que nunca tuve y a Mateo como el sobrino que llenaba todo de alegría. Éramos una familia elegida no por la sangre, sino por el amor, y eso la hacía aún más fuerte. Pero no todo era felicidad, porque Fernando Carlos y Patricia no se habían rendido. Contrataron a otro abogado y presentaron una demanda formal, alegando que la donación de la finca había sido fraudulenta.

El juicio se programó para tres meses después y todos sabíamos que sería una batalla difícil. Sin embargo, teníamos algo que ellos no tenían. Teníamos la verdad de nuestro lado. Una tarde, mientras estábamos en la finca trabajando, llegó una carta certificada. Era la citación oficial para el juicio. Lucía la leyó con el seño fruncido y después la dejó sobre la mesa. Que vengan, dijo con calma, que traigan a todos los abogados que quieran. La verdad siempre sale a la luz y ellos saben lo que hicieron.

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