A ver si sobreviven sin nosotros”, rieron los hijos – pero el anciano escondía herencia millonaria…-DIUY

El niño que se llamaba Mateo, preguntó con inocencia, “Abuela, ¿por qué lloras si estamos todos juntos y felices?” Beatriz lo abrazó y le dijo, “Lloro de felicidad, mi amor. Lloro porque a veces cuando todo parece perdido, Dios envía ángeles para salvarnos.” Me miró al decir eso y yo negué con la cabeza, “El ángel es tu hija, Beatriz. Yo solo hice lo que cualquier persona con corazón habría hecho.” Esa noche, después de acostar a Mateo, Lucía y yo, salimos al jardín.

El cielo estaba estrellado y el aire fresco traía olor a jazmines. Me confesó que había tomado una decisión. Voy a volver a México para siempre. Mis padres me necesitan y yo los necesito a ellos. Además, ya estoy cansada de vivir lejos de mi tierra. Le dije que me parecía una decisión valiente y correcta. ¿Y tu trabajo?, pregunté. ¿Conseguiré algo aquí? Respondió. Soy buena enfermera y siempre hay hospitales que necesitan personal. Además, tengo la finca que ni siquiera sabía que existía.

Tal vez pueda hacer algo con esas tierras, sembrar, cultivar, darle un futuro mejor a mi hijo. Le propuse ayudarla con los trámites y contactos que pudiera necesitar, y ella aceptó agradecida. Sellamos nuestro compromiso con un abrazo. Y supe en ese momento que aquella familia había encontrado su camino de regreso a la felicidad. Pasaron las semanas y la vida encontró un ritmo apacible. Lucía consiguió trabajo en el hospital donde yo trabajaba. Empezamos a colaborar en el mismo turno y descubrimos que formábamos un equipo excelente.

Mientras tanto, Beatriz y Ernesto recuperaban fuerzas día a día. El amor de su hija y la paz que habían encontrado en mi casa obraron milagros en su salud. Ernesto volvió a caminar sin bastón y Beatriz recuperó el brillo en los ojos. Decidimos hacer una visita a la famosa finca que había causado tanto revuelo. Un sábado por la mañana salimos todos juntos en mi camioneta. Por el camino de tierra que llevaba hasta allá, el viaje duró casi una hora, pero cada minuto valió la pena.

Cuando llegamos me quedé sin aliento. La propiedad era hermosa. 30 hactáreas de tierra fértil con un arroyo que las cruzaba, árboles frutales por doquier, un terreno plano perfecto para cultivar. Y en el centro una casa grande de adobe con techo de tejas rojas. Necesitaba reparaciones, pero la estructura era sólida. Lucía bajó de la camioneta y se quedó parada mirando todo aquello con lágrimas en los ojos. Esto es mío, preguntó incrédula. Ernesto puso su mano en el hombro de su hija y dijo con orgullo, esto es tuyo, mi niña.

Lo compramos hace 25 años con el sueldo que yo ganaba en la construcción. Soñábamos con jubilarnos aquí, tu madre y yo, cultivar verduras, criar gallinas, vivir en paz nuestros últimos años, pero la vida nos llevó por otros caminos. Ahora este lugar es tuyo para que hagas tus propios sueños realidad. Beatriz añadió. Y cuando nosotros ya no estemos, este será el hogar de T hijo, una herencia de amor, no de codicia. Lucía se abrazó a sus padres y los tres lloraron juntos.

Yo me alejé un poco para darles privacidad y aproveché para explorar la propiedad con el pequeño Mateo. El niño corría entre los árboles emocionado. Mira, doctora Carmela, hay mangos y guayabas y esas son naranjas. Aquí podría tener un perro y jugar todo el día. Su alegría era contagiosa y por primera vez en mucho tiempo sentí que la vida tenía sentido, que todo el dolor y la injusticia que habíamos enfrentado había valido la pena para llegar a este momento de perfecta felicidad.

Regresamos junto a los demás y encontramos a Ernesto abriendo la puerta de la casa con una llave vieja y oxidada. Entramos todos con cautela porque no sabíamos en qué condiciones estaría el interior después de tanto tiempo abandonado. Pero para nuestra sorpresa, la casa estaba en mejores condiciones de lo esperado. Los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas que Beatriz comenzó a quitar con ayuda de Lucía. Apareció un sofá de madera noble, una mesa grande de comedor, sillas antiguas pero sólidas, un aparador con platos de cerámica pintada a mano.

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