Cuando se fue, Beatriz, se derrumbó llorando. Ernesto temblaba de rabia contenida y yo supe que la batalla apenas comenzaba aquella noche. Mientras los tres cenábamos en silencio, Ernesto finalmente habló. Doctora Carmela, ha llegado el momento de que sepa la verdad. sacó el sobre amarillento y lo puso sobre la mesa. Beatriz asintió con lágrimas en los ojos. “Ábralo”, dijo él con solemnidad. Con manos temblorosas desdoblé el papel viejo y lo que leí me dejó sin aliento. Era una escritura, el documento lec al de propiedad de una finca de 30 haectáreas ubicada en las afueras del pueblo, tierras fértiles con agua propia y una casa grande de adobe.
Pero lo que me impactó no fue la extensión ni el valor que seguramente tendría, sino el nombre que aparecía como única propietaria. Lucía Hernández Morales, la hija menor que vivía en el extranjero. Beatriz habló con voz entrecortada. Hace 5 años, cuando la salud de Ernesto empeoró y los gastos médicos nos dejaron en la ruina, estuvimos a punto de perder la finca que habíamos comprado con el trabajo de toda una vida. Lucía, que trabajaba como enfermera en Estados Unidos, envió todo su ahorro, pagó las deudas y salvó la propiedad, pero nosotros vimos la ambición en los ojos de nuestros otros hijos.
Supimos que apenas muriéramos se pelearían por esas tierras sin importarles nada más. Así que con la ayuda de un notario amigo pusimos todo a nombre de Lucía. Ella ni siquiera lo sabe porque queríamos que fuera una sorpresa cuando regresara. Los otros hijos creen que la finca sigue a nuestro nombre y por eso nos han tratado con un mínimo de consideración durante años. Pero ahora que nos abandonaron pensando que moriríamos solos en la carretera, seguramente ya están planeando cómo repartirse la herencia.
Ernesto continuó con voz firme a pesar de las lágrimas. Por eso guardaba este documento, doctora. Es la prueba de que la justicia existe y de que el amor verdadero siempre encuentra su recompensa. Lucía merece esas tierras porque fue la única que nunca nos abandonó, la única que nos llamaba aunque estuviera a miles de kilómetros, la única Q enviaba dinero incluso cuando ella misma pasaba dificultades. Ella es nuestra verdadera hija. Me quedé sin palabras durante largos minutos procesando aquella revelación.
Finalmente pregunté, “¿Lucía sabe lo que pasó? ¿Sabe que sus hermanos les abandonaron?” Beatriz negó con la cabeza. “No queríamos preocuparla. Ella tiene su vida allá, su trabajo, sus responsabilidades. Pero creo que ha llegado el momento de decirle la verdad. Asentí y tomé una decisión. Mañana mismo la llamaremos y le contaremos todo. Ella tiene derecho a saber y ustedes necesitan tenerla cerca. Aquella noche apenas dormí pensando en todo lo que había descubierto, la maldad de unos hijos ingratos, la bondad infinita de unos padres que seguían protegiendo incluso a quienes les habían traicionado, y el amor incondicional de una hija que desde la distancia había sido el verdadero sostén de aquella familia.
Al día siguiente, por la mañana hicimos la llamada. Eran las 6 de la tarde en California cuando Lucía contestó con su voz dulce y cálida. Mamá, papá, ¿están bien? Beatriz intentó hablar, pero se quebró. Fue Ernesto quien con voz firme le contó todo. El abandono, la carretera, mi aparición, la traición de sus hermanos, el silencio al otro lado de la línea era desgarrador. Cuando finalmente Lucía habló su voz estaba cargada de lágrimas y furia contenida. Voy para allá.
Tomaré el primer vuelo disponible. No se muevan de dónde están. Díganle a esa doctora que le estaré eternamente agradecida. Llegaré pasado mañana. Cuando colgamos Beatriz y Ernesto se abrazaron llorando de alivio. Y yo sentí una cali en el pecho. Aquella familia rota empezaba a sanar. Dos días después fui al aeropuerto a recoger a Lucía. La reconocía, porque tenía los mismos ojos bondadosos de su madre y la misma frente amplia de su padre. Era una mujer de unos 40 años, sencilla, con el cabello recogido en una cola y ropa cómoda de viaje.